La Carretera

He descubierto a Cormac McCarthy. Acabo de leer su obra cumbre, La Carretera, y vaya si  me ha calado. Por su estilo, directo, poético, duro y bello, que me gusta mucho y que me resulta afín y ameno. Pero también por su temática, que me parece fundamental. ¿De qué trata? Para mí trata del sentido de la vida para nuestra generación, época de Cultura del Shock y culmen de la Sociedad del Espectáculo. Cualquiera que tenga mis casi cincuenta, más si está criando a un hijo, se habrá sentido de una forma íntima, difícil de explicar, una o muchas veces, en esa carretera que recorren los protagonistas del libro, en la que uno busca un futuro para él y para los suyos, un rayo de sol en un mundo en apariencia gris, decadente e inseguro, que amenaza en convertirse en ceniza de una manera más o menos literal, según el shock al que estemos sometidos. Hoy es la amenaza de una guerra nuclear, ayer fue una pandemia. Mañana, ya se verá.

El hijo de la novela, el niño, es para el padre una epifanía que da sentido a su necesidad de seguir. Su mera existencia, el milagro que es que algo tan hermoso exista, supone una esperanza viva, la promesa de una trascendencia más real que toda la lógica terrible de un mundo moribundo, que vierte sobre ellos, página tras página, oscuridad.

Transitan una carretera, arrastrando sus pocas pertenencias en un carrito, con la vaga esperanza de encontrar gente como ellos. Pero la carretera es asolada por merodeadores, ladrones sin escrúpulos, o peor, caníbales que consumen la carne de los incautos que, como ellos, viajan desorientados: como todo el mundo se esconde y desconfía del otro, parece que están solos contra los señores de la guerra que, en los estertores de su civilización, los cosechan para devorarlos.

Es un libro bello y terrible. Se le tacha a veces de monótono en su implacable espanto, pero es un recurso al servicio de conectar al lector con la epopeya agónica del padre, con la épica, al fin y al cabo, de la lucha que entabla el hombre moderno contra la muerte.

No usa guiones para los diálogos que son cortos y muy bien puestos. El lector no los necesita. Tampoco necesita saber qué ha ocurrido en realidad. Padre e hijo no dejan de decirse, de recordarse, con cada encuentro del que salen milagrosamente vivos, que ellos son los buenos, que son los portadores de un fuego, una llama que es la de la humanidad que no se ha apagado en ellos. El lector sabe que el niño, su fuego, es la civilización humana. Que mientras que haya un alma inocente como la suya jugando con un camión de juguete sobre la ceniza que cubre la carretera, el mundo entero estará a salvo y habrá esperanza.

La película del 2009, con una excelente banda sonora de Nick Cave y Warren Ellis, es fiel, pero en la novela se adentra uno más en el interior de los personajes, quizá porque las imágenes son tan terribles que el formato visual shockea demasiado como para estar atento a lo verdaderamente importante de la narración: ese fuego interior que logran mantener vivo.

No es extraño que Cormac McCarthy sea también el autor de “No es País para Viejos”, y es que ambas magníficas historias, en el fondo, hablan de lo mismo. De cómo el ser humano trasciende, generación tras generación, a  la arbitrariedad, a la transitoriedad que nos somete la vida. Es una novela que nos habla a nosotros, de nosotros, de la manera que me gusta. De las que, cuando cierras después de acabarla, sientes como si hubieras cerrado una puerta que da a tu interior, agitando, precisamente, esa llama.

La Carretera

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