Kiko León

Contra el remake infinito

Contra el remake infinito

Vivimos en un mundo saturado de historias y aun así, en gran medida, culturalmente yermo. 

Ante nuestra imaginación hambrienta, ansiosa de alguna novedad que la alimente, la industria del entretenimiento aparece como un remake infinito que nos bombardea con copias de otras copias. Historias a menudo en apariencia rompedoras pero que, más allá del shock diseñado para captar nuestra atención, las más de las veces son insulsas, sin sustancia que nos inflame el intelecto y, por lo tanto, sin riesgos para sus inversores, que, paradójicamente, necesitan gastar cada vez más recursos en un márketing que nos incite a seguir consumiendo productos que poco nos aportan. 

Así, los consumidores de ficción comercial pasamos entre franquicias como por un parque temático, sobre unos raíles que nos empujan a una mezcla de cínico conformismo y ansia de desastre. Una forma de consumo pasivo-agresiva cuya máxima expresión es la del “hater”, el odiador que hace de su desprecio un arma con la que acaparar la atención. En este sentido el cine y la literatura, convertidos en productos diseñados para crear adicción sin saciar, funcionan como la comida basura o los refrescos. Y con la cultura pasa un poco como con la comida: que, al menos en parte, «uno es lo que come».

Eso no ocurriría sin un auténtico monopolio, encubierto en unas pocas multinacionales, que a base de parecer «la única opción» y, en muchas circunstancias, de serlo, consiguen que la oferta marque la demanda, y no al revés, como debería ser en un mercado libre. Y el autor independiente, que podría vivir al margen de este monopolio, y aportar algo de aire fresco, se encuentra tan solo como un náufrago flotando en una tabla, en medio del océano. Por un lado nadie conoce su obra ni va a conocerla si no oye a nadie hablar de ella, y por otro sus potenciales lectores ya están sobresaturados de información y sin energía ni tiempo para buscar. Además, la industria nos ha hecho cómodos, intolerantes hacia lo que nos saca de nuestra burbuja de confort, y el prestigio se ha convertido en casi la única garantía de seguridad. 

Es en este contexto, en gran parte gris, donde cobra gran importancia el trabajo de críticos, grandes lectores y cinéfilos. Entusiastas que hacen periodismo cultural desde sus blogs, redes sociales, pódcast, etc…, dedicando su talento y esfuerzo a llevarles aquello que les llena a su público, sin rendir cuentas a nadie. Ellos son los primeros que sufren, más que el consumidor pasivo, de esa falta de nuevas ideas que aqueja al cine y la literatura comercial. Y en ellos creo que podría haber una posible solución al atolladero en que nos encontramos.

Quería animarles a que dediquen una parte de sus recursos a la literatura llamada «indie». Que hagan el sacrificio de sumergirse de vez en cuando en ese mar de banalidad que debe ser, por fuerza, gran parte del mundo de la autopublicación. Que hagan el esfuerzo por buscar allí, y en las pequeñas editoriales que sobreviven al margen de las multinacionales, la joyas que ellos y sus lectores y oyentes anhelan y que cada vez son más raras encontrar cuando su industria funciona como un fondo de capital de riesgo . Quizá en un futuro cercano ellos ocupen el nicho que ha dejado la figura del editor, la del crítico esos que acechaban las vanguardias para acercar los tesoros del arte y la literatura al público general, suplantados en su mayoría por los algoritmos. Quizá su agudeza, su sensibilidad, su criterio y su arte para comunicar nos ayude a salir del pozo de mediocridad en que nos ha metido el monopolio de los medios de comunicación y las editoriales y nos espere, más pronto que tarde, una riqueza creativa que ahora nos parece inexistente, quizá por el hecho de que permanece invisible, confundida con el ruido. 

Los medios técnicos necesarios para escribir son nimios y los que hacen falta para comunicar las joyas literarias están a nuestro alcance. Cualquier persona con talento y suficiente tiempo que dedicarle es capaz de escribir algo de verdad bueno. De hecho quizá nunca antes había tanta gente escribiendo y aprendiendo a hacerlo con dedicación y pasión. 

Pero para hacer algo, sobre todo si es altruista, además del tiempo y la voluntad, se suele necesitar un mínimo de feedback. Entonces, tenemos un público ansioso de algo nuevo y una legión de escritores queriendo dárselo pero hay un eslabón que falla en la cadena, y es que la industria sigue dictando el discurso. Así, los críticos independientes les hacen el trabajo gratis, alimentando el hype hacia sus productos, mientras que los autores independientes intentan amoldarse para ser captados por ella. Vivir de lo que amas es un sueño totalmente legítimo, igualmente lo es querer llegar con tu trabajo a un público lo más amplio posible, pero no es por casualidad que el sueño de la profesionalización, lo que llaman ahora por todas partes monetización, se haya convertido en un lujo casi inalcanzable, mientras que ha servido, precisamente a la industria, para desprofesionalizar su producción. Cuando más gente tantea la posibilidad de vivir algún día de su sueño, más difícil es hacerlo porque la industria ha sabido canalizar nuestra ilusión para vampirizarla y ahorrar dinero en costes. Llega el punto en que los gigantes editoriales buscan gente que ya tenga miles de seguidores, con lo que evitan riesgos y se encuentran con gran parte de su trabajo hecho. La industria utiliza la consigna de la eterna crisis, y no puede permitirse el lujo de arriesgar. De paso, frenan el fenómeno de un entretenimiento masivo que no pase por el canal que controlan.

Quizá la solución a este nudo gordiano esté en salirse de esa ilusión de la fama, de esa necesidad de aceptación vista como mera búsqueda del estrellato. Quizá cuando tanto los críticos como los escritores dejemos de buscar al público como masa nos topemos con él cara a cara. Tenemos las herramientas para ese cambio, que, evidentemente, no tiene por qué hacerse al margen de la industria, pero que debe dejar de estar dictado por ella.

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