Un anciano, dentro de treinta años. Década arriba o abajo. Está solo, como solo un viejo de dentro de treinta años puede llegar a estarlo. Es poco probable que tenga más de un hijo, menos todavía que conserve algo parecido a una pareja o algún amigo de verdad. Si tiene nivel adquisitivo, o alguien cercano con nivel adquisitivo, dispondrá de la compañía de uno, o varios, amigos artificiales.
Samsung presentó al mundo el suyo el año pasado. Un prototipo, de nombre Neon que causó decepción en la Feria de Electrónica de Consumo del año pasado —CES 2020—, quizá por el exceso de «hype» alimentado por el pretencioso anuncio de la multinacional coreana:
«No es un asistente de inteligencia artificial. No es una interfaz a Internet. No es un reproductor de música. Es, simplemente, un amigo».
Quizá este primer conato haya sido un «bluf», pero parece cuestión de tiempo que lleguen a aparentar su propia personalidad y den el pego: para dentro de treinta años, en según qué interacciones, será imposible distinguirlos de los humanos. Coparán los servicios asistenciales. Como han llegado a decir desde la marca:
«Hay cajeros que están detrás de una ventana y solo se encargan de hacer transacciones bancarias. Podríamos utilizar a Neon para que hiciera la transacción bancaria y ni siquiera sabrías que no es una persona real. Te saluda, te responde e incluso es capaz de reírse de tus bromas».
Y parece que pronto habrá un amigo dentro de cada smartphone.
Que sean verdaderas inteligencias artificiales, con una mente sintiente, sensibles o simulacros algorítmicos, collages miméticos diseñados para pasar el test de Turing, generando las respuestas que sus usuarios potenciales esperarían de un humano será una de esas conversaciones esotéricas que acaban siendo casi cuestión de fe por falta de perspectiva. El misterio de su, llamémosle categoría ontológica apenas será tratado de una manera verdaderamente racional. La mayoría de la gente actuará con respecto a ellos según convencionalismos sociales y experiencias personales emocionales.
El amigo de nuestro anciano del futuro tiene por objeto mejorar su «calidad de vida» de su cliente, sea lo que sea lo que para entonces se entienda por «calidad de vida». Quizá aumentar su longevidad, salud, productividad… Y alejar el momento fatídico en que se olvida el reflejo de acicalamiento y se necesita asistencia presencial.
Ese viejo será parte de la primera generación de humanos que ha vivido con un pie puesto en un mundo virtual y otro en la realidad. Acostumbrado a lidiar con «avatares» no acabará de fiarse de su amigo artificial. Lo mira desde la linde del valle inquietante y a veces le habla mal.
—¿Qué más te da a ti si como demasiada mantequilla con mermelada? ¡Cállate y déjame en paz!
Una generación antes le habría hablado mal a su esposa, ahora se desahoga con una máquina. El amigo responde con cierta atribulación, contenida, y una pizca de animadversión. Para minimizar en lo posible la incitación al sadismo intrínseca a una relación tan asimétrica y darle un toque de realismo. Para entonces la ética de las relaciones artificiales se habrá desarrollado suficiente como para que esté mal visto maltratar a cualquier interlocutor que se presente como la imagen especular de un humano o animal y que esté dotado de una inteligencia artificial. Toda imagen humanoide que interactúe será como un embajador de la humanidad entera. Tratarlo mal será como tratar mal a un niño pequeño que no puede defenderse, o a un cachorro. Como escupir a una estampa de un santo. El que maltrate a un amigo será como el que tres generaciones antes maltrataba a un animal inocente poniendo por excusa que éste no tenía alma.
Así que el viejo se sentirá un poco culpable.
—Ella nunca me ha sabido hacer un regalo. No, no eres para mi.
Piensa, aunque ahora no lo recuerde, lo mismo que pensó cuando, en el último estertor del siglo XX, le regalaron su primer teléfono móvil. Antes de que tuviera conexión a Internet o cámara fotográfica: que su amigo es un chivato de un sistema totalitario que lo vigila, una suerte de comisario político que lo evalúa en tiempo real, encauzando su vida.
—Perdona, es que hace mucho tiempo que no me visita. ¿Le puedes pedir que me llame?
Los amigos hablarán entre sí. El del viejo le dirá al de la hija, con una línea de código de un nanosegundo, que su «clienta» tiene que hablar con el viejo, recordando que la interacción con allegados humanos es el factor más importante para garantizar una calidad de vida y bla, bla. El amigo de su hija, más premium, aplicará los filtros interpuestos por ésta para que no le molesten.
—El amigo de tu padre ha vuelto a llamar. Ya sabes, lo de siempre.
—Anda, pues hazte pasar por mí. Dile que haga caso a su amigo.
Un amigo premium como ese podrá resolverle tareas tediosas adoptando la apariencia de su cliente. Siendo capaz de comportarse conforme lo haría ella. Y ni su padre podrá distinguirlos. Pero habrá regulaciones, protocolos contra la suplantación de la personalidad.
—Ya sabes que no puedo. Tu padre sólo comunica con garantía del sello 2+, que exige atención plena y presencia en directo.
El 2+ es un sello de calidad comunicativa que garantiza que el interlocutor es un humano todo el tiempo, sin aderezos ni ausencias. Hay otros sellos menos rígidos, como el 1/2+, según el cual la mitad de la comunicación es automática y la otra mitad es real. Por mucho que le digan que los hijos interaccionan mucho más con sus padres si pueden engañarles de vez en cuando, con garantías más laxas como la 1/2+, el viejo de esta historia no quiere ni pensar que la que le habla al otro lado de la pantalla no es su hija, por eso exige el 2+.
Como ha pasado siempre, la hija no entenderá a su padre, al que tendrá por un alucinado, desfasado de los tiempos que corren. Ella misma ha tenido novios prácticamente artificiales y no le preocupa ni lo más mínimo que solo un diez o un quince por ciento de sus interacciones sean genuinamente con humanos. Para ella las copias artificiales son un indumento social, como un vestido, o los modales. Quien no cuente con ellas, sencillamente no podrá relacionarse con nadie.
¿Es ese un paso hacia un mundo asocial en el que la gente vivirá en un simulacro? ¿Hacia una sociedad que integrará personas artificiales no humanas? ¿O todo esto solo será una excentricidad de nuestros tiempos y dentro de unos cuantos siglos verán las huellas de un pasado de autómatas con la fascinación con la que nosotros vemos las pirámides del Antiguo Egipto?